Si yo te digo: 24 personas juntas durante todo un fin de semana en el medio del campo ¿qué es lo primero que te viene a la mente?
Si además te cuento que se trata de toda una familia entera, incluidos los tíos, tías abuelas, cuñados, hermanos, primos, sobrinos… ¡hasta la abuela! Integrantes que van desde los 7 a los 70 años de edad… ¿qué más se te viene a la cabeza?
Ya te conté que se encuentran en el medio del campo… por suerte hay internet, no es un dato menor contando con una buena proporción de millennials. No hay televisión ni chromecast, así que los adeptos a estos dispositivos deberán -en el mejor de los casos- ¡DIALOGAR!.
No sé qué te imaginaste, aunque puedo suponer que un gran caos, un poco de desorden ¿algún conflicto?… Debo decirte -con mucho orgullo- que si pensaste eso felizmente ¡te equivocaste!.
Empezando por la gestación de la idea, pasando por la coordinación y sincronización de 8 grupos familiares hasta la definición de la ruta, y sincronización para la llegada al lugar (¡que de verdad está en el medio del campo!) todo fue perfecto.
¡Ah! No te conté, las procedencias de estos (sub) grupos familiares son diversas: Villa Gesell, La Plata, Capital Federal… todos ellos dirigiéndose a Arrecifes, provincia de Buenos Aires, a una “trampa” (dirás vos).
Nuevamente, debo decepcionarte. Desde el primer minuto este plan generó una gran expectativa, todo fue alegría. Por supuesto hubo un poco de incertidumbre por el clima de esos días.
La travesía
Sábado 8am, salir de “Buenos Aires” con un poco de lluvia, cruzar toda la ciudad para tomar la Ruta 8 con el único dato de un cartel cerca del destino que no refería al lugar a dónde nos dirigíamos. Como si fuera poco, teníamos que atravesarla, cruzarla y “embocar” en un camino de tierra. ¿Te lo imaginas? (acordate que llovía…).
Un punto a favor es que la ruta estaba hecha totalmente a nueva; de hecho, había tramos aún en obra. Otro punto, casi milagroso -podríamos decir- o un verdadero regalo del cielo fue que pronto al desvío -cerca del kilómetro 160- el cielo comenzó a despejarse, ya no llovía, y a medida que transitábamos el camino de tierra (que según nos dijeron estaba “en buenas condiciones”, pero era de tierra al fin…) el sol comenzaba a asomarse tímidamente.
Entre medio de campos repletos de maizales ingresamos a la Estancia El Sosiego. Fue el inicio de la gloria absoluta.
Apenas cruzamos la tranquera pudimos divisar una impresionante casona estilo campestre, bella por dónde se la mire, con una tímida fuente de agua al frente y una vasta y variada vegetación que daban un marco ideal. La rodeaban unos hermosísimos y coloridos rosales, pinos, eucaliptos y vaya uno a saber cuántas especies de árboles y plantas más (en un lugar así, sólo un entendido en el tema podría identificar tanta vegetación). Al llegar, nos recibió una amplia galería con una interminable puerta de hierro forjado.
El ingreso a la sala principal de la casona fue apoteótico, único, sorprendente. Una enorme lámpara colgante brillaba desde el techo iluminando el living con grandes sillones que ya te invitaban a descansar. Uno puede suponer que la modernidad es sinónimo de lujo, pero este sitio tenía un lenguaje estético y visual muy diferente.
Ambientado de modo campestre, “vintage”, como suele decirse… en cada rincón abundaban los detalles de “estilo” con antigüedades que nos abrazaban cálidamente (a mucha gente le sucede algo extraño con lo antiguo, surge un sentimiento de nostalgia muy particular a pesar de no haber vivido en “esos tiempos”).
En el inmenso parque habitaban antiguos carruajes y elementos de la actividad agropecuaria y campestre. La sensación fue de haber viajado en tiempo hacia el pasado.
El reencuentro
Te preguntarás ¿qué hicimos durante 48 horas? ¡De todo! menos quedarnos quietos y en silencio. Hubo caminatas alrededor de los maizales y por el arroyo hasta la desembocadura del Río Arrecifes. Cabalgatas y paseos en carruaje. Excursión por la granja -que tenía chanchos y gallinas por doquier-. Socialización en el corral con las vacas y los caballos, visitados diariamente por una hermosa y ruidosa manada de gansos. Chapuzones varios en una enorme pileta circular en la que entrabamos sobradamente los 24.
¿Qué más hicimos? Fieles a nuestra tradición familiar, cantamos y guitarreamos en un inmenso fogón nocturno. Se escuchó a alguien decir “una que sepamos todos”, tarea poco sencilla debido a la diversidad etaria. Sonaron chacareras, zambas, rock nacional y también canciones infantiles de la inolvidable María Elena Walsh.
Hubo verdaderamente de todo: boliche (entre jóvenes y no tanto) con barra de tragos incluida, partidos de truco, competencia de “Dígalo con mímica”, ping pon, fulbito y vóley. También mucha fotografía, ya que había varios aficionados.
Las sobremesas, sumado a la gastronomía que ofreció el lugar, fueron las grandes protagonistas del fin de semana. No faltaron las tortas fritas ni los pastelitos, ni el asado ni el pan casero. Zulma, a cargo de la cocina, y Gladys -su ayudante- nos mimaron durante toda la estadía (aún extrañamos y sufrimos su ausencia). Menos mal que había mucho espacio para caminar y ayudar a “bajar” la comida. Tuvimos varios motivos para celebrar, hubo muchos brindis y hasta dos cumpleaños.
La comodidad de la casona, la atención del personal y el marco natural generaron una profunda sinergia. Nos sentimos verdaderamente “como en casa”. Revivimos -luego de un gran letargo- la “mesa larga” de la época de los abuelos. Nos reencontramos con la “gran familia” que supimos ser y que tanto añorábamos.
Se trató de un tiempo de disfrute absoluto en un entorno ideal. Será por eso que nuestros minutos (durante esas 48 horas) se colmaron de charlas, música, risas y muchos abrazos.
Nada más importó que el encuentro, disfrutar el aire del campo y disfrutarnos entre todos. Compartir plenamente cada instante, atesorar cada momento, construir nuevos recuerdos.
De película
¿Vos pensaste que ahí terminó la aventura? para nada, queda un final merecedor de un guión cinematográfico. Durante el anochecer del domingo se vislumbraba en el horizonte que se venia “la de san quintín”. Una tormenta eléctrica acompañó la velada (y todo el folklore que esto implica: niños asustados, fuerte soplido del viento, ramas cayendo en el techo y el jardín, etc.); como si eso fuera poco, hubo un corte de luz generalizado. A la mañana siguiente nos enteramos que la cola de un tornado había “visitado” la zona haciendo estragos tras su paso.
Aún restaba atravesar el camino de tierra para volver a la “civilización”. Qué decirte al respecto…
Para que el fin de semana fuera verdaderamente perfecto (y lo decimos literalmente con el diario del lunes), tuvimos la oportunidad de “practicar rally” en nuestro camino de retorno a la ruta 8. “Sin barro no hay paraíso”, sostienen los aventureros, así que podemos decir que -incluyendo el tornado- fue un fin de semana glorioso.
¡Hasta la próxima aventura!
F.M.